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domingo, 25 de abril de 2010

La Falacia del Particularismo: Sobre las condiciones de posibilidad de una ética global

LA FALACIA DEL PARTICULARISMO: SOBRE LAS CONDICIONES DE POSIBILIDAD DE UNA ETICA GLOBAL·

Raúl Madrid Ramírez
Facultad de Derecho. Facultad de Filosofía.
Pontificia Universidad Católica de Chile.

1. La sociedad civil global.

Quisiera iniciar la exposición de este trabajo tomando como punto de partida un hecho muy sencillamente comprobable, que se encuentra a disposición de cualquiera de nosotros a través de los múltiples sistemas de información presentes en las sociedades contemporáneas. Me refiero a la circunstancia de que los sistemas morales vigentes en comunidades concretas, y los sistemas jurídicos positivos, responden a tradiciones culturales muy diversas, algunas de ellas incluso contradictorias; no sólo (1) en el contexto general de las grandes civilizaciones de la historia humana (como puede ser el islamismo en oposición al cristianismo), sino incluso (2) dentro de comunidades cuyos parámetros de acercamiento a la experiencia humana son estructuralmente idénticos, como ocurre por ejemplo al interior de la cada vez más diluida “cultura occidental”. Desde el punto de vista de un observador de estas diferencias culturales, la moral, es decir el juicio sobre lo bueno o lo malo, la bondad o maldad de ciertos actos u omisiones humanas parece, por consiguiente, no ser unívoco.
Tomemos un caso al azar para ilustrar el primer sentido de esta cuestión (más próximo a la noción de globalización que a la de multiculturalismo): un caso cuya solución nos parece evidente al menos prima facie desde nuestra posición cultural, o nuestra “sensibilidad” -como se dice en clave postmoderna-: el debate sobre el trabajo infantil. La opinión de la inmensa mayoría de los expertos occidentales es que éste resulta riesgoso para la integridad y el sano desarrollo de los niños; de tal modo que al participar en actividades productivas pueden resultar vulnerados en sus derechos esenciales, como son: educación[1], descanso, recreación, e integridad física. Según estimaciones de la Organización Mundial del Trabajo (OIT)[2], en el mundo hay más de doscientos cuarenta y cinco millones de niños menores de dieciocho años que trabajan, y el África subsahariana más la región de Asia y el Pacífico contabilizan el 83% de la cifra anterior. Muchos niños –se asegura- se ven privados de educación y sufren vejaciones físicas, sexuales y emocionales. Esto escandaliza la conciencia occidental, por cuanto se considera (a mi juicio acertadamente) que la condición infantil es esencialmente incompatible con el trabajo remunerado, en cuanto puede afectar su salud y lo distrae de sus deberes de formación personal e intelectual. Lo indiscutible de esta conclusión deriva (en el contexto cultural occidental) de (1) la consideración del bien intrínseco que significa un niño, tanto en sí mismo como para la sociedad a la que pertenece, y (2) la idea de que los adultos que cuidan de él -que están en su entorno- deben garantizar su bienestar material y espiritual.
A pesar, sin embargo, de lo evidente que lo anterior puede resultar para los herederos de parámetros europeos, es frecuente que las comunidades donde se practica la contratación de niños, como por ejemplo el área del sudeste asiático, no estén de acuerdo con estas conclusiones o directrices. Suele argumentarse que el trabajo infantil constituye una tradición de su cultura, que no afecta para nada la educación de los niños (según sus propios parámetros educativos), que se ha realizado durante siglos. El mecanismo argumental nos hace ver que (1) para estas comunidades la salud del niño no es primaria en el sentido occidental, y que (2) su educación pasa por la colaboración en el mantenimiento del núcleo familiar, junto a los padres.
Fruto de este análisis, estiman como una intromisión en sus asuntos internos el postulado de los derechos humanos enfocados desde el prisma occidental. Consideran que la actitud sobre el particular de la OIT, de los gobiernos y Organizaciones No Gubernamentales (ONG) extranjeras es etnocéntrica, es decir, que en su base no existiría una razón humana universal, sino simplemente una etnocéntrica: de origen europeo o norteamericano, o al menos infiltrada de elementos de origen europeo o norteamericano[3]. El forzar a las comunidades que piensan de este modo a promulgar leyes contrarias al trabajo infantil, lejos de recibirse como una mejora legislativa, es percibido más bien como un acto de imposición cultural violenta e injustificada. ¿Quién tiene la razón? Podría citarse infinidad de ejemplos que nos llevarían a advertir que –al menos como dato sociológico- la pertenencia a una determinada cultura con frecuencia modifica la valoración moral de un mismo hecho.
Si tomamos por otra parte el segundo sentido de la diversidad antes mencionado –me refiero al catálogo de percepciones relativas a lo bueno o lo malo dentro de un contexto socio-cultural específico- los casos de desacuerdo también se multiplican. Materias tan extremas como el debate sobre el aborto o la criopreservación de embriones no son pacíficas dentro de comunidades o grupos humanos formados al alero de un mismo sistema de valores; ni siquiera esta aparente homogeneidad parece conseguir ponerlos de acuerdo sobre cuestiones tan cruciales como la vida del hombre en sus comienzos, o el momento de su terminación, ni tampoco desde luego sobre la consiguiente valoración o apreciación moral de ciertos actos.
No es mi intención entrar aquí en el problema de la definición sociológica o antropológica de “cultura”; ya se refirió a ello con suficiencia el Profesor Félix Lamas durante el curso de su exposición. En lo que sigue se entenderá por tal un conjunto relativamente fijo y complejo de valores y pautas de acción en todos los ámbitos, que constituyen la respuesta de una determinada comunidad a su medio ambiente y a las necesidades básicas del hombre. En la época en que las distintas comunidades se encontraban bien separadas entre sí, los patrones culturales tenían menor ocasión de entrar en conflicto, en la medida en que las grandes masas no se trasladaban de manera física de un territorio a otro, pero tampoco sus insumos espirituales desembarcaban en general de un modo masivo en otros contextos humanos, salvo el caso de guerras, invasiones o procesos de colonización. Dentro de este modelo de sociedad, lo distinto era considerado “extranjero”, extraño, y recibido de ese modo; gesto que indicaba la preservación del patrimonio general de las formas culturales, en cuyo paradigma se justificaba la excepción de lo foráneo en cuanto tal.
La situación que acabamos de bosquejar sufre una mutación sostenida y creciente a lo largo del tiempo, en virtud de dos fenómenos que configuran en sus líneas generales la llamada época postmoderna: me refiero al “multiculturalismo” y la globalización. Estas nociones admiten diversas metodologías de análisis, y parece importante no confundirlas a la hora de considerarlas en su Begriffsbildung. Por una parte, es indudable que pueden ser enfocadas desde la teoría de la cultura, en la que confluyen presupuestos empíricos y problemas teóricos, especialmente vinculados con la información y el conocimiento. Pero existe una segunda formalización de las nociones en cuestión; un aspecto que, aún nutriéndose de la mencionada experiencia social o antropológica, la supera en cuanto implica un contexto significativo específico: multiculturalismo y globalización como hechos jurídicos, relativos a los derechos y deberes que afectan a los individuos cuando entran en contacto con comunidades diversas distintas de la propia.
Kymlicka caracteriza adecuadamente el multiculturalismo como “la convivencia, al interior de una sociedad, de un conjunto de grupos minoritarios que demandan reconocimiento de su identidad y la aceptación de sus diferencias culturales”[4]. Se trata, entonces, de los conflictos producidos dentro de una comunidad territorial y políticamente organizada de modo unitario. Es la misma noción que Sartori identifica como “sociedad multiétnica”, una especie de “sociedad abierta”[5] orientada hacia el pluralismo entendido como una cohabitación con fronteras, es decir, con límites relativos a evitar la disolución cultural y moral de la comunidad[6]. De acuerdo con esta definición, no se abordará directamente en este trabajo el problema de la multiculturalidad de las normas morales, sino más bien el de su interculturalidad, o más precisamente, su “supraculturalidad”, es decir, en lo relativo a la pregunta por la posibilidad de normas morales que, separándose o no –según el caso- de las prescripciones comunitarias y particulares, puedan plantearse en consideración al hombre como un sujeto universal.
Y esta es una cuestión que se vincula, precisamente, con el concepto contemporáneo de “globalización”. ¿Qué debe entenderse bajo este rótulo? Se trata de un término –como ocurre con la voz “multiculturalismo”- que se utiliza como si fuera un tipo de textura abierta; lo suficientemente amplio y difuso para que se alojen en su interior consideraciones sin mayor distingo de sus respectivos objetos formales. Así, hay globalización cultural, social, jurídica, etc., y no siempre se diferencian bien los planos entre una y otra[7]. Desde la perspectiva política, la noción de globalización indica fundamentalmente que la sociedad civil ya no se limita a las fronteras del estado territorial. Esto tiene, obviamente, una consecuencia para el derecho: las normas exceden o tienden a exceder la restricción de la frontera tradicional, y a afectar a más sujetos que los comprendidos en la ciudadanía, precisamente porque la noción ha mutado, convirtiéndose en una “sociedad civil global”. Este es el concepto que interesa aquí, porque de él se desprenden los supuestos efectos jurídicos que los teóricos intentan justificar como “supranacionales”.
Conviene detenerse, en este punto, ante una supuesta paradoja de la actitud postmoderna, implícita en el corazón mismo de la idea de “mundialización” y de una ética global, que nos ocupa esta tarde. Se trata de lo siguiente: ¿cómo es posible que una tendencia a la diferenciación y al carácter fragmentario se oriente simultáneamente hacia la búsqueda de generalización de ciertas conductas, operadores jurídicos y prescripciones? La explicación de este fenómeno prima facie contradictorio radica en los distintos modos de entender dicha globalización, dentro de los cuales me parece advertir tres perspectivas: la primera (1), vinculada a la postmodernidad radical, considera que el proceso hermenéutico no tiene fin, reduciendo, en consecuencia la posibilidad del sujeto a su expresión más individual y fragmentaria, sin posibilidad alguna de intersubjetividad distinta de la mera voluntad circunstancial. Es el caso de autores como Foucault o Vattimo, y en un plano más sociológico, Baudrillard. La segunda (2) perspectiva separa -en un gesto neokantiano- el mundo de la naturaleza y el mundo del espíritu, asignando la hermenéutica libre este último. Sin embargo, considera que la institucionalización de los asuntos humanos relativos a las comunidades opera de un modo mixto, consagrando para ideas como “derecho” y “democracia” un estatuto parecido al de las cosas naturales, en su voluntad de duración. Este es el caso de Derrida, sobre todo en los textos posteriores a 1980. Por último (3), la tercera opción desecha pronunciarse sobre el fondo del problema (me refiero a la necesidad de justificación), y opta por un acuerdo de naturaleza simplemente adjetiva o procesal. Esta es la solución propuesta, cada uno a su modo, por Habermas, Engelhardt, y, en el mundo del derecho, por Bobbio.
Estas tres modalidades admiten, transversalmente, tanto a liberales como a comunitaristas, pero en ninguno de los tres casos se transgrede realmente el énfasis de fragmentación que identifica a estos autores; sólo se ofrecen distintas modalidades teóricas (con mayor o menor éxito) para el ajuste de una institucionalización que permita la convergencia y el libre flujo de la hermenéutica privada. Los dos primeros consisten precisamente en una dialéctica de configuración de la diferencia, mientras que el tercero, al proponer una racionalidad estrictamente formal, justifica oblicuamente la peculiaridad comunitaria.
Pero volvamos a la “sociedad civil global”, a la que nos referíamos antes de formular la aporía particularismo-globalización[8]. Esta noción se caracteriza, además de superar las fronteras del Estado territorial en virtud de la masificación de los medios de comunicación y el consecuente flujo de operadores culturales a través del consumismo, por una relativización del papel del Estado, materia que se manifiesta en la aparición de un gran número de factores de poder social, como expresa la definición de Gellner al afirmar que se trata de “un conjunto de diferentes instituciones no gubernamentales suficientemente fuerte para contrarrestar al Estado”[9], o la de John Keane, quien la identifica como “un conjunto complejo y dinámico de instituciones no gubernamentales legalmente protegidas que tienden a ser no violentas, auto-organizadas, de pensamiento propio y permanentemente en tensión una con otra, y con las instituciones estatales que construyen y permiten sus actividades”[10]. Este diseño de sociedad, que comienza a formarse después de la segunda gran guerra, se reformula a partir de la caída del muro de Berlín en 1989, dando paso a lo que Zygmunt Bauman denomina “la integración supraestatal”[11], es decir, la actitud de asumir internamente lo internacional; un escenario de interacción entre grupos, instituciones, movimientos y redes que constituyen los mecanismos a través de los cuales los individuos negocian a escala global. La referencia al individuo no es en absoluto inocente: el sistema de relaciones entre Estados ha sido reemplazado por una tela más compleja de reenvíos, que supone un conjunto de instituciones pequeñas y de individuos, y que traduce o expresa no sólo el interés estatal, sino también el de los particulares considerados como tales. La globalización, pues, no consiste en un concierto de Estados nacionales, sino más bien, en la expresión de Baudrillard, en una órbita de indivudualidades y subjetividades, particulares y colectivas, flotando en torno a una pantalla universal.

2. La globalización como sucedáneo.

La breve descripción anterior traza las coordenadas del escenario en el que se produce la disputatio sobre la posibilidad de una ética global en nuestro tiempo. Parece advertirse una cierta necesidad, en el caso de algunos autores, pero por sobre todo desde el punto de vista de los operadores prácticos, sean éstos jurídicos o simplemente vinculados con el desempeño cotidiano de la vida de una determinada comunidad, de buscar aspectos o dimensiones de la realidad propiamente humana que pueda vincular de un modo significativo a las distintas sociedades y culturas a partir de las cuales se despliega la condición del hombre. Se trata de una inclinación que parece manifestarse incluso más allá de las conclusiones teóricas que la niegan, o que declaran, a partir de postulados abstractos, su imposibilidad, mediante la afirmación de la absoluta diferencia como criterio de discernimiento, e incluso de acción. La práctica, en este sentido, tiene siempre la virtud de desmentir las elucubraciones demasiado alejadas de la realidad, para terminar confinándolas, en cierta forma, al ámbito de la literatura. El problema reside en el precio que se debe pagar, en consecuencias sociales, por el tiempo que se tarda la conciencia colectiva en reconocer la inutilidad práctica de ciertos modelos teóricos.
Sin embargo, la declaración de muerte de la metafísica y de su pretensión de fundamento no puede pasar inadvertida, ni siquiera desde el punto de vista metodológico. El replanteamiento de una ética capaz de abarcar a todos los seres humanos, a pesar de sus indeclinables diferencias desde la perspectiva cultural, impulsa a buscar soluciones, caminos para esa especie de inclinación –de la cual los teóricos contemporáneos renuncian a hacerse cargo- por vías que obligan a ajustarse a los parámetros de una universalidad sin significado global, deseosas de satisfacer al mismo tiempo un conjunto de postulados estrictamente formales, y la necesidad de formular prescripciones que se avengan a ciertos grados de materialidad. La solución, desde el punto de vista postmoderno, es siempre a la postre neo-kantiana: recuperar un sentido que pueda decirse de algún modo transcultural, pero que no signifique descifrar rematerialización ni corrección alguna, en el decir de Alexy. Como sostiene Adela Cortina, “en este comienzo de milenio innumerables voces, venidas de todos los sectores sociales, advierten de la necesidad de una ética universal de la responsabilidad por el presente y por el futuro de las personas y de la tierra…Es, pues, urgente, construir una ética global que oriente moralmente el proceso de globalización”[12]. Desde este punto de vista, sostengo que la ambición de los postmodernos de pasar, desde la enunciación de la plena individualidad como reducto de la actividad significativa, a la formulación de una ética global, responde a una contradicción radical y fundamental que supone, por un lado, la afirmación de lo individual como irreductible, y, por otro, la necesidad práctica, vital, de encontrar las vías de intersubjetividad, los caminos de entendimiento más allá de lo que resulta o proviene de la clausura de todo significado universal. La globalización parece amenazar un elemento irrenunciable del hombre: la pertenencia a grupos bien determinados. Esta falta de identidad arriesga bienes jurídicos como el derecho, la religión, la lengua y la cultura, y muestra una aporía que entraña un significado que, en definitiva, no puede dejar de encontrarse vinculado al fundamento.
Sin ánimo de pasar revista a los intentos particulares de esta obsesión moderna y postmoderna, parece necesario formular de algún modo su nota principal, de cara al problema que nos ocupa esta tarde; a saber, las condiciones de posibilidad de una ética global como problema suscitado al centro de una metodología científica que ha perdido, merced a sucesivos gestos y movimientos filosóficos, la referencia a toda esencia, a toda fijeza o permanencia. Utilizo la expresión “condición de posibilidad” para expresar la deuda del modelo de globalización contemporáneo con los parámetros del filósofo de Köningsberg, no porque considere que la solución del problema debe ser, de suyo, trascendental.
Como ya se anunciaba antes, adquirimos la certeza de que el recurso central de esta “nueva ética” consiste en la imposibilidad de acudir a un contenido, a cualquier materialidad en sentido prescriptivo. La afirmación de Engelhardt es suficientemente elocuente y sumaria: no es posible una ética universal que sea simultáneamente material[13]. Ello se vincula directamente con la pulsión al fragmento, de que hablábamos antes, como factor o elemento identificante de la nueva sensibilidad. Esta tesis, originada en categorías metafísicas, o anti-metafísicas, o no-metafísicas, se traduce, desde el punto de vista de la teoría política, o de la teoría de la cultura, o del derecho político, en la modalidad que indican las voces “particularismo” o “comunitarismo”. Derrida puede ser considerado un maestro elocuente este punto, al sostener que no cabe predicar verdad alguna, verdad universal o fija, verdad institucional o auto-contemplativa de ninguna comprensión o lectura que supere el aquí y el ahora del sujeto que se enfrenta a la dilucidación del sentido. El “sujeto”, en este contexto, no indica una persona singular; puede sin inconvenientes ser deconstruido como un conjunto de individuos, como una comunidad acostumbrada a realizar de modo iterativo una “lectura común”. En este sentido, el comunitarismo o particularismo guarda, en su dimensión más radical o en algunos de sus efectos prácticos, una deuda con las formulaciones más extremas de la hermenéutica contemporánea.
La globalización cuestiona la pretensión de universalidad de la moral jurídica en un doble sentido: a) por un lado, en cuanto que hay demanda de ella, pues para regular condiciones globales se requiere una moral equivalente. Esto es lo que se denomina “cometido global”. Por otro, b) se pone en duda la moral jurídica conocida hasta ahora: ¿se trata de experiencias realmente universales? ¿Son obligatorios para toda la humanidad? ¿No se estará defendiendo una moral sólo particularmente válida (etnocéntrica)? Tal proposición adquiere el nombre de “desempeño global”[14].
El ethos principal de semejante globalismo radica entonces en la necesidad de vaciar de contenido las normas que pretenden formularse como generales o globales: los principios básicos de este supuesto orden justo deben ser moralmente neutrales, tanto en el sentido de permitir que los ciudadanos admitan y sigan diversas concepciones de la vida buena, como en el sentido de que las libertades básicas de dichos ciudadanos nunca deben limitarse en razón de alguna concepción específica del bien común o del bienestar social[15]. Esto es una consecuencia del escorzo teórico consistente en presentar toda diferencia como autosuficiente. Nos encontramos por un lado con la certeza de que toda pulsión individual puede proponerse con características de estatuto jurídico; y por otro, con la necesidad práctica de un mundo en que, gracias a los avances tecnológicos, la fluctuación de individuos y paradigmas culturales hace necesario un discernimiento de reglas generales. La renuncia al fundamento impulsa a esta ética global hacia un desmarcarse de toda materialidad; en esto consiste la crítica postmoderna al comunitarismo; pero la declarada fragmentación de los valores no puede sino provenir de un mundo en el que se ha acabado con la metafísica: esta es, en mi opinión, la naturaleza comunitarista del postmodernismo.
Tales contradicciones muestran que el desvarío teórico es constantemente interrogado por la necesidad más elemental de la vida cotidiana de los hombres y de las comunidades, lo que, de un modo elocuente demuestra que la condición humana no puede ceñirse a las escisiones puramente analíticas de la razón, cuando ésta concibe la realidad en base a compartimentos estancos incapaces de vincularse entre sí, que es el fruto más operativo o práctico de las filosofías de la diferencia. En este punto, la doctrina contemporánea se amplifica como la luz que fluye a través de un prisma; y encontramos en un sinnúmero de autores propuestas que aspiran la formulación de éticas globales sin referirse a una justificación final, pero que buscan sin embargo en ese mismo gesto lo contrario (es decir: la petición de globalidad lleva implícita la necesidad del fundamento): Bobbio, Apel, Walzer, Habermas, Engelhardt, Rorty, MacIntyre y muchos otros.
El discurso deriva, merced a las circunstancias históricas, hacia un núcleo de sentido respecto del cual no parece caber el disenso: me refiero a los derechos humanos. Si se tiene en cuenta el ejemplo propuesto al principio de estas notas, a saber, la bondad o maldad del trabajo infantil, tanto tirios como troyanos están dispuestos a hablar de ellos, sólo que con contenido disímil e incluso contradictorio. La postmodernidad ha conseguido, sin embargo, hallar un espacio lingüístico común; una especie de sancta sanctorum fuera del cual sólo se encuentran colectivos extremos, cuya capacidad antisistema es práctica y no teórica. Al contrario de lo que argumenta Höffe cuando afirma que la noción resulta etnocéntrica e incluso imperialista[16], me parece que las culturas no occidentales defienden también una noción de “derechos humanos”, sólo que la particularidad de su tradición los comprende de otro modo. Así, tenemos que la materialidad resulta siempre molesta, puestos los ojos en una globalidad que se hace cada vez más necesaria en virtud de la sociedad tecnológica, cuya información sobre la diferencia no puede evitarse. La virtud del concepto de “derechos humanos”, metodológicamente hablando, estriba en que evita que la problemática del fundamento salga de escena en la discusión de esa ética global, y obliga a quienes han declarado la supresión de toda esencia a hacer escorzos, a veces graciosos si no resultaran impresentables, para sostener, como en el cuento de Andersen, que el rey está, efectivamente, desnudo.
La única forma que queda, en este contexto, de producir instituciones éticamente generales, es centrando la vista en lo adjetivo; radica en la armazón de procedimientos. Soy consciente de que esta afirmación podría ser acusada de arqueológica, de sobrevivir impertérrita más allá de las circunvalaciones de la filosofía en los últimos siglos, en la medida en que distingue o presupone la distinción clásica entre lo substantivo y lo accidental. Me apoyo para su re-formulación no en un devenir de modelos teóricos, sino más bien la convicción de que la reflexión filosófica nunca puede apartarse de la realidad, que en el caso humano, se vincula con las necesidades del hombre en su acción cotidiana, tal como lo demuestra la experiencia. En otros términos: la humanidad, puesta en la encrucijada de girar hacia la comprensión de los nuevos parámetros, exige y requiere la formulación de una ética global que sea comprensiva de su realidad real, es decir, de sus componentes substantivos y adjetivos, aunque la metodología de los nuevos tiempos haya suprimido la distinción, relegándola al plano de la clausura, como dice Derrida en la Gramatología.
Voy a explicar a qué me refiero con la globalización adjetiva de los derechos humanos, tal como se advierte en esta nueva formulación. Tomemos un ejemplo: el derecho a la vida, a partir de la experiencia comunitarista o particularista. Existen sociedades en las cuales la vida puede ser entregada, mediante actos positivos, por una causa comprendida como superior. Por otra parte, existe de un modo socialmente vigente la idea de que la vida no es parte de nuestra propiedad, y por lo tanto no cabe realizar actos explícitos destinados a su terminación. Se trata de dos visiones que coexisten, ya sea en un mismo territorio (multiculturalismo), o alejadas entre sí pero vinculadas por los medios de comunicación y el trasiego de individuos entre las distintas comunidades (globalización). El acuerdo entre las dos posiciones es imposible, a menos que uno de los actores renuncie a sus puntos de partida, y reconstruya la visión desde los parámetros ajenos. Sin embargo, la confusión se presenta en términos prácticos; la CNN trae por las pantallas de televisión y de la red lo que ocurre en otros lugares, y nuestra conciencia reacciona. Y a la inversa: los otros rechazan tal versión, pero viven con nosotros, ya sea a la vuelta de la esquina o en otra pantalla global, se acercan sin posibilidad de retorno, y se niegan a aceptar nuestros parámetros. He aquí el planteamiento substantivo, oficial, que demarca posiciones y reconstruye un edificio conceptual que parece sólido, aunque en tensión dialéctica hacia su otro.
Sin embargo, la posición parece ser lábil, se desplaza como una piedra que cae por la pendiente. Las mismas comunidades que se niegan a aceptar el sacrificio de seres humanos, están dispuestas a convenir atentados en contra de la vida en su propio seno, argumentando el palio de la libertad individual. En otros términos: no es posible mantener un principio cuando éste cede no a las excepciones, sino a la voluntad individual, no necesariamente fundada en la razón objetiva. Es obvio que se pueden dar argumentos para todo, pero el problema no radica en esa retórica propia de la condición humana, sino en las consecuencias de significado, una vez que los actos concretos se inscriben en un horizonte de sentido. La esencia de la cultura postmoderna se sitúa justamente en la posibilidad de vivir simultáneamente las dos experiencias, unidas en un escenario de ambigüedad radical e integradora, que suprime el viejo argumento basado en la verificación de la incoherencia. No tanto la comprensión, como la experiencia de este sinsentido, se abre a un razonamiento que es incapaz de mantener la vigencia de un principio, y se transforma por lo tanto no en un relativismo, sino más bien en un gesto consciente o inconsciente –mucho más radical- de terminación metafísica, de clausura o rompimiento entre la vida de la mente y la vida de la acción.
En este sentido, la globalización desde su vertiente postmetafísica resulta a la postre constituirse como una estrategia de justificación en sentido político, que adquiere distintas modalidades según quién sea que formula el argumento[17]; éste es el sentido de lo que denomino “globalización adjetiva”. Los hermenéuticos como Gadamer, o los estudiosos del poder como Foucault consideran que toda pretensión de objetividad teórica se encuentra aprisionada en horizontes históricos y en corrientes culturales, psicológicas y sociales; los universalistas como Apel, Habermas, Dworkin, que no son esencialistas, comparten sin embargo la creencia sobre el contenido normativo de la razón humana, y Derrida lleva acabo esfuerzos, a través de sus intervenciones en contra del apartheid y a favor de los derechos civiles y de las minorías, para separar la globalidad moral y jurídica de cualquier vestigio substantivo, e intenta demostrar –consecuentemente- que la generalidad puede ser política sin ser metafísica; una instancia más débil, más pragmática, pero que permita proyectar en el ámbito institucional la lógica del “cuidado” que se encuentra presente en la filosofía del Dasein y en la aproximación deconstructiva; un procedimiento no violento, no impositivo –distinto, sostienen, de la actitud metafísica- que reformule en el plano de la estrategia mundana la consagración pacífica de la diferencia.

3. ¿Quiénes son “los otros”?

Recapitulemos. El hecho diferencial de la ética se hace presente hoy en día a través de la información, ya sea que ésta se actúe de un modo real o virtual. Tal es la globalización desde el punto de vista de la teoría de la cultura. Ahora bien: el dato fuerza también una necesidad de orden práctico: reglar la convivencia, desarrollar formas de unidad cuyo contrario llevaría necesariamente al enfrentamiento, a modalidades estratégicas de violencia. Esta es la globalización en sentido normativo. El intento de abordar este problema por parte de la filosofía contemporánea contempla al menos tres posibilidades: (1) tipificar la razón normativa general como una condición de posibilidad en cierto sentido trascendental; (2) afirmar la materialidad de la norma de manera particular dentro de una comunidad, a la búsqueda de contenidos mínimos, y (3) proponer directamente una globalización sin materialización, con énfasis en el aspecto procesal.
En este punto formularé una objeción a la globalización moral entendida del modo que acabamos de describir. Esta objeción se establece de la siguiente forma: antes que su significado moral, el postulado de una ética global tiene una fuerte carga o contenido cognitivo. El sentido moral supone que todos los seres humanos, más allá de sus diferencias particulares, deben considerarse como iguales morales y en consecuencia deben ser tratados como si tuvieran igual derecho al respeto moral. La cuestión radica en si puede o no defenderse este universalismo moral con independencia del universalismo cognitivo, como parece producirse en las formas de globalización que hemos descrito antes: me refiero tanto a la posición particularista o comunitarista, como a la crítica postmoderna de ésta y de la metafísica.

¿Cómo puedo yo conocer una diferencia ética? Cuando nos enfrentamos a una respuesta moral que contradice nuestros propios parámetros de conducta, surge de inmediato el contraste con la cadena de argumentos que me llevarían a elegir una solución distinta; o bien a justificar la elección del tercero si ello se ajusta al razonamiento moral que yo formulo. Sin embargo, para que yo o cualquiera pueda verse en la circunstancia de comparar la posición de otro con la mía, es necesario que los términos de dicha comparación se inscriban en un horizonte de significado común, porque de otro modo la comparación se haría imposible. El acto cognitivo de enfrentarse a la acción de un tercero y poder evaluarla como si fuera mía lleva tarde o temprano a la conclusión de que la alteridad del otro puesto en dicha situación no puede ser total, porque en caso contrario sería imposible concebirla; no habría ningún principio de conocimiento que me permitiera acercarme a ella en ningún sentido. Esto es lo que quiere decir Santo Tomás de Aquino cuando afirma que la división (es decir, la diferencia) no sólo implica una afirmación y una negación, sino también una relación de un ente con otro ente, o cuando sostiene que “toda cosa es inteligible en cuanto que es una”[18]. Es decir, para que pueda conocerse una distinción o división entre dos cosas, hace falta que el entendimiento conciba primero entre ellas una cierta unidad. Esto es probablemente también a lo mismo que apunta Hegel cuando afirma que el conjunto de la filosofía no es sino “el estudio de las determinaciones de la unidad”[19].
Desde luego, este es un planteamiento metafísico, y nosotros estamos hablando de moral, de leyes que pretenden alcanzar un grado de globalidad que pueda proponerse como conducta para todos los seres humanos. Si observamos con más cuidado, sin embargo, advertiremos que es posible establecer una conexión entre esta unidad cognoscitiva del ente, y la unidad cognoscitiva del hecho moral. Si se piensa por ejemplo en una diferencia entitativa concreta, la falta de un brazo respecto de un sujeto, y la presencia de un brazo en otro, veremos que la única posibilidad de establecer la conexión presencia-del-brazo con ausencia-del-brazo es por relación a un cierto sujeto que puede ser inscrito dentro de un horizonte significativo que proporcione la posibilidad de comprender dicha diferencia. La verdad de la afirmación “le falta un brazo” supone la verdad de la afirmación anterior “al menos otro tiene brazo”. Esta línea de continuidad es lo que permite formular la diferencia entre ambos casos, y por ello Aristóteles llega a afirmar que “quien no conciba algo como uno, no concibe nada”[20]. En este sentido, lo primero que advierte el entendimiento es la unidad, no la indivisión, porque la indivisión se dice sólo respecto de la unidad.
Ahora bien, si la indivisión es el principio cognoscitivo fundamental del ser como presencia en relación con su ausencia (es decir, el ser y la nada, en categorías escolásticas), es necesario concluir que la cosa presente en dirección a otra cosa presente, es decir, inscrita ya dentro de un género, será percibida en su diferencia sólo en virtud del antecedente de la indivisión. Este parece ser el sentido de la sentencia de Aristóteles en la Metafísica y en la Tópica, cuando sostiene que toda diferencia supone siempre una semejanza. La inscripción de la relación que media entre identidad y diferencia dentro del género, configura la estructura de unidad y multiplicidad como foco de significado derivado de la cuestión cognoscitiva central: a saber, si debe pensarse primero la indivisión o la diferencia.
Retomemos ahora, desde este punto, la cuestión moral. Si el principio primario de comprensión radica en la unidad, y ese principio es transitivo al problema de lo uno y lo múltiple, como derivado del binomio “lo uno” y “lo no uno”, la cuestión de una ética global se enfoca desde una nueva luz, anterior incluso al asunto de su materialidad normativa. Veamos. El dato de que hombres situados en tiempos y espacios distintos, pertenecientes a diferentes culturas o formas de comprensión circunstancial del mundo, puedan compartir la experiencia del hecho moral, y llegar a percibirse como “distintos” o “iguales” en su aproximación a tal hecho, aceptando una multiplicidad de respuestas cuyos contenidos pueden ser incluso contradictorios, ocurre sí y sólo sí en virtud de la mediación de una unidad cognoscitiva fundamental, sin la cual ninguna de esas diferencias podría ser comprendida. Desde el punto de vista de la acción humana, esa indivisión se formula como la inclinación a hacer el bien y evitar el mal, es decir, lo que los clásicos identificaban como la lex naturalis, que opera de este modo como un principio cognoscitivo sin el cual es imposible plantear diferencia cultural, histórica o antropológica alguna. Este principio, como hacía notar el Profesor Lamas el lunes pasado, es un principio per se nota, y por lo tanto no puede probarse en sentido estricto, sino que necesita la apelación a la dialéctica para encontrar su significado concreto, según el caso particular.
Esta, creo, es la principal objeción que puede formularse al concepto de “ética global” que se ha descrito anteriormente. Tal noción –la idea de globalización- responde a formulaciones teóricas que inician su camino intelectual desde el concepto de diferencia (que en estricto sentido no podría tratarse de un “concepto”), a través del doble movimiento de negar teóricamente su carácter fundante, para otorgárselo después desde el punto de vista práctico; porque en realidad no se puede hacer otra cosa; porque no se puede vivir ni subsistir ni defender en la cruda realidad cotidiana la permanencia de las instituciones al abrigo de la sola diferencia. En esto Vattimo resulta ser el pensador más honesto, al reconocer que la consecuencia de ese estado de cosas es la derivación en el caos, y aunque llame a este caos “emancipador”[21]. Este postulado de la diferencia resulta contradictorio con el hecho mismo, con la pretensión de una cierta generalidad de los contenidos éticos, que sus mismos defensores buscan, acuciados por la necesidad de explicar un mundo real que les exige, en definitiva, inconsecuencia. Lo anterior levanta la sospecha de si tal pretensión es enteramente filosófica, o si se encuentra en realidad presidida por ciertas formas inconfesadas de ideología, es decir, de manipulación de resultados a favor de una cierta práctica política.
La unidad cognoscitiva fundamental del hecho moral no abroga la diferencia, sino que, por el contrario, la permite. De hecho, la naturaleza se despliega en esa diferencia, a través del hecho cultural concreto, pero no puede concebirse factum cultural alguno sin esa capacidad radical de percibir la semejanza. En este sentido, el comunitarismo -y también las conclusiones del postmodernismo- evidencia una falacia metodológica insalvable, en la medida en que no pueden erigirse identidades particulares diferenciadas sin que sea necesario concebir previamente el horizonte de sentido de una semejanza que permite establecer la conexión entre ambos extremos. Por esto es que me parece que la reconstrucción de una ética capaz de incluir a todos los seres humanos presentes, pasados y futuros no puede sostenerse en un simple acuerdo (el caso del comunitarismo), en categorías trascendentales sin contenido material (el caso, por ejemplo, de Habermas), o en consensos producto de la ausencia de contenido (el caso de los postmodernos); requiere necesariamente de un principio de conocimiento universal que permita el diálogo y la comprensión. Sin esto, el hecho de la diferencia no sería posible.

· El presente texto forma parte del Proyecto FONDECYT n. 1060610, titulado “El Otro ‘por venir’. Hacia una nueva justificación de los derechos humanos”, del cual el autor es investigador principal.
[1] Cf. sobre este particular Chris Heady, "What is the effect of child labour on learning achievement? Evidence from Ghana", Innocenti Working Papers, No. 79, Florencia, octubre de 2000, UNICEF.
[2] Un futuro sin trabajo infantil, Informe global con arreglo al seguimiento de la Declaración de la OIT relativa a los principios y derechos fundamentales en el trabajo, 2002.
[3] Otfried Höffe, Derecho intercultural, Gedisa, Barcelona, 2000, p. 59.
[4] Will Kymlicka, Multicultural Citizenship, Oxford Clarendon Press, 2004, p. 10. De acuerdo con este autor, existen dos patrones distintos de diversidad cultural al interior de un Estado: en el primer caso (2), ésta procede de la incorporación de culturas con gobierno previo y territorialmente concentradas, que se incorporan a un estado de mayores proporciones. Estas “minorías nacionales” tienden a mantener su peculiaridad y exigen formas de autonomía. Esto daría origen a lo que denomina “Estado multinacional”. En el segundo (2), la diversidad cultural proviene de la inmigración individual y familiar, comprendida bajo la noción amplia de “grupos étnicos”. Los inmigrantes quieren ser aceptados e integrados, modificando las instituciones y el derecho para acoger su peculiaridad cultural. Este tipo lo denomina “Estados poliétnicos” (pp. 10-11).
[5] Popper, 1945.
[6] Giovanni Sartori, La sociedad multiétnica. Pluralismo, multiculturalismo y extranjeros, Taurus, Madrid, 2001, pp. 13.21.
[7] Esto, por lo demás, ya no es considerado necesariamente un mal. Desde el punto de vista de la contemporánea “Teoría del Derecho”, concebida como un modelo superador de la “Filosofía del Derecho”, cuya pretensión todavía radicaba en el fundamento, el análisis que cabe formular de las normas jurídicas no tiene por qué ser formalmente jurídico; pueden concurrir otras ciencias de orden lógico-formal o empírico, como las matemáticas o la sociología. En este sentido, la indistinción o confusión de planos no parece ser un efecto, sino un postulado del pensamiento postmoderno. Cf. XXX
[8] Sigo en esta descripción a Mary Kaldor, La sociedad civil global. Una respuesta a la guerra, Tusquets, Barcelona, 2005, pp. 73-145.
[9] Ernest Gellner, Condiciones de la libertad: la sociedad civil y sus rivales, Paidós, Barcelona, 1996, p. 16.
[10] Civil Society: Old Images, New Visions, Cambridge, 1998, p. 6.
[11] Globalisation: The Human Consequences, Cambridge, 1998, pp. 62-3.
[12] Adela Cortina, “Una ética transnacional de la corresponsabilidad”, en Etica y globalización. Cosmopolitanismo, responsabilidad y diferencia en un mundo global, Biblioteca Nueva, Madrid, 2004, p. 17.
[13] Los fundamentos de la bioética, Paidós, Barcelona, 1995, p. 31.
[14] Höffe, p. 58.
[15] Seyla Benhabib, El ser y el otro en la ética contemporánea. Feminismo, comunitarismo, postmodernismo, Gedisa, Barcelona, 2006, pp. 91-2.
[16] Höffe., p. 172.
[17] Seyla Benhabib, Las reivindicaciones de la cultura. Igualdad y diversidad en la era global, Katz, Buenos Aires, 2006, pp. 62-4.
[18] De Veritate, q.21, a3.
[19] Lecciones sobre la filosofía de la religión, en Obras completas, vol. 15 (Glockner), Stuttgart, 1928, pp. 339-420.
[20] Met., L. IV, 1006b 10).
[21] La sociedad transparante, p. 28.

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